Quizás si tuviera que empezar por alguna de esas mujeres que me han marcado, sería por la chica que conocí una noche en un bar, un día en el que me sentía la persona más desdichada del mundo. Les contaré.
Tras una relación de varios años con mi primera novia, recibo la noticia de que quiere hablar conmigo. Ya saben, el fatídico "Tenemos que hablar". Era consciente de que algo pasaba ya que las cosas no eran como antes. De la pasión de los primeros tiempos de la relación, se pasó a la falta de interés por parte de ella, cuestión que llevaba con resignación, ya que uno comprende que todo el mundo pasa por diversas fases en las cuales no se encuentra con el mismo humor para según qué cosas. Coincidió con una época en la que mi novia cambió de trabajo, un buen trabajo, que la mantenía ocupada y estresada durante la mayor parte del tiempo. Comprendía que no debía agobiarla con mis peticiones y entendía que aquello sólo era una fase y que pronto volvería a la normalidad.
Un día, tras el trabajo, me citó en un pequeño bar, al que solíamos ir cuando salíamos a tomar algo. Un sitio con mesas, tranquilo y con la música no muy alta para poder conversar tranquilamente. Yo no era consciente de lo que me iba a decir. Reconozco que me mosqueó el "tenemos que hablar", pero tampoco le di tanta importancia. Quizás me fuera a hablar de algún proyecto, o del hecho de que nos fuéramos a vivir juntos de una vez. Sería eso, me decía a mi mismo y la verdad es que yo también tenía ganas de avanzar en la relación. La amaba como a nadie he amado en este mundo y hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa para complacerla. Cuán equivocado estaba.
Al salir del trabajo, me dirigí al bar. Sabía que tendría que esperar, pues ella salía más tarde que yo, y me imaginaba que pasaría antes por casa para arreglarse, como siempre acostumbraba. Llegó al bar a la media hora, como siempre, tan elegante, tan bonita, tan dulce. En su mirada vi tristeza, nerviosismo, tanto nerviosismo que yo empecé a ponerme nervioso también. Yo iba por la segunda cerveza, me levanté y fui a darle un beso en los labios, que ella evitó, lo cual me extrañó, porque siempre nos saludábamos de pico. Algo no iba bien, y no tardaría en descubrir que la razón de aquel gesto tan hostil. Me dejaba. Ya no quería estar conmigo. Me dijo que se sentía infeliz y que no quería prolongar más su angustia. Hacía tres meses que había conocido a alguien. Alguien de la oficina con el que había comenzado una relación. Mi rostro se desencajó. No podía creer lo que me estaba contando. Ella continuó con su relato. Decía, entre lágrimas, que sentía mal por tenerme engañado durante tanto tiempo, que no lo podía soportar y que había reunido todo el valor que tenía para afrontar la situación y decírmelo. Que no quería hacerme daño y que quería seguir con su compañero de trabajo.
No pude contestar. Estaba bloqueado. Ella seguía hablando. Que se había liado con él en la cena de navidad de la empresa y que estaba enamorada de él. Que habían tenido varios encuentros. Ahí supuse que esos momentos eran todos aquellos días en los que se quedaba hasta tan tarde en el trabajo, o aquellos fines de semana en los que se llevaba trabajo a casa y estaba tan ocupada que no podía quedar conmigo. Qué tonto fui de no haberme dado cuenta antes. Quizás ella fue tan inteligente como para mantenerme engañado todo ese tiempo. Ella me dijo que me tenía mucho cariño, pero que no soportaba más la situación. Se iba a vivir con él y a mi me dejaba. Honestamente, mi pensamiento pasó de la sorpresa hacia el odio más profundo. Sólo cabía en mi cabeza la imagen de ella follando con el otro. Pensaba si el otro, la tendría más grande, si era mejor amante... yo qué sé, todas esas tonterías que pensamos los hombres cuando las mujeres te dejan por otro.
Aguanté todo lo que pude para no llorar. Había que mostrar dignidad, ya que el engañado era yo y la culpable de la infidelidad era ella. Intenté guardar la compostura y educadamente le ofrecí que un día se pasara por mi casa para recoger todas las cosas que tenía allí (cepillo de dientes, ropa, libros, discos). La desee buena suerte, pagué las consumiciones y salí del bar como alma que lleva el diablo. Ella trató de seguirme, pero no hice caso ni a sus llamadas, ni a los mensajes que me dejó en el teléfono.
Caminé y caminé, me habían destrozado el corazón y me dolía el alma. Tenía tanta rabia que me hubiera puesto a romper cualquier cosa. Me contuve. No sabía que hacer. De repente me comenzaron a salir lágrimas en los ojos. Empecé a llorar amargamente. Me senté en un banco que había en una plaza, mirando el teléfono que no paraba de sonar. Era ella, pero no iba a contestar. En un momento de rabia agarré el teléfono y lo tiré contra el suelo. El teléfono quedó destrozado. No me di cuenta de que el teléfono no tenía la culpa y que allí guardaba muchos teléfonos. Como pude, recuperé la tarjeta sim y me la metí en el bolsillo.
No tenía a quien llamar, pues me cargué el teléfono. Quizás hubiera podido hablar con algún amigo, pero siempre me pudo la rabia y en vez de pensar, actué de manera irracional. A casa tampoco podía volver. Demasiados recuerdos, demasiadas imágenes de ella, de toda nuestra relación, fotos, sus regalos, esa cama donde habíamos hecho tantas veces el amor, el sofá, la cocina, el baño...
Necesitaba salir de allí, ir a algún lado. Necesitaba un trago, o dos, o tres. Necesitaba beber para olvidar... y me fui a un bar.
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