Mi amigo me dio tu teléfono pidiéndome que hablara contigo. Necesitabas consejo sobre el área profesional en la que querías iniciarte y mi experiencia en el terreno podría serte de buena ayuda. Al principio me pareció un compromiso. Quizás no sea la persona adecuada para dar consejos, o en este momento de mi vida estaba más para recibirlos. Sin embargo, te llamé. En el teléfono me pareciste un poco engreída, todo hay que decirlo. Te ofrecí quedar a tomar algo y hablar. No parecías muy por la labor o esa fue la impresión que me dio. A fin de cuentas, eras tú la que requerías ayuda y yo estaba respondiendo a la solicitud de un amigo. Al rato me llama mi amigo agradeciéndome la atención ya que le habías llamado. Me dijo que me ibas a gustar, pero que si me daba tu teléfono era para ayudarte, no para seducirte. Nada más lejos de mis intenciones, bastante tenía con lo que me estaba pasando en los últimos meses, como para andar seduciendo a muchachitas. Menuda fama estaba agarrando, pensé
Pasaron los días y me llamaste. Me dijiste de tomar un café por el centro de la ciudad aquella misma tarde. Respondí que sí. La única duda sería cómo reconocerte. Me dijiste que me esperarías en la barra con un periódico en francés. Rara forma de identificarse, pero al menos era original. En esta ciudad es difícil encontrar prensa extranjera y sobre todo fuera de la temporada de turismo. Me imaginé que estarías estudiando ese idioma. No le di importancia. Tampoco le di importancia a mi aspecto, agarré lo primero que encontré, unos jeans y una camiseta de un grupo de rock. Salí de casa y tomé la ruta hasta el centro. Llegué a la cafetería y no había nadie. Me situé en la barra y me pedí un té. Hace tiempo que no tomo café, me pone nervioso. Encendí un cigarrillo y me puse a esperar. Mientras, la gente llegaba y se sentaba en la cafetería. Pasó media hora y aún no habías llegado. Justo te iba a llamar al celular, cuando apareciste en la puerta con tu ejemplar de Libération. Llevaba razón mi amigo, te veías bien bonita. Alta, morena, ojos y labios grandes y una deliciosa figura. Andabas también con unos jeans y una camisola que dejaba al descubierto tus hombros y dejaba adivinar el inicio del canal entre tus dos carnosos pechos morenos. También llevabas una mochila llena de libros de la universidad. Dije tu nombre y tu pronunciaste el mío con timidez. Nos saludamos con la mano y pediste un café. Te propuse que nos sentáramos en una de las mesas, pues estaríamos más cómodos.
Comenzamos la conversación, me contaste que estudiabas la misma carrera que había estudiado yo, y que querías trabajar en el mismo sector en el que yo mismo trabajaba. Me pedías consejo, te conté lo que hice, lo que no debí hacer y cómo debía haberlo hecho. Me mirabas con curiosidad, apuntabas cosas en tu libreta, prestabas atención y preguntabas lo que no entendías, también me expresabas tus temores, tus dudas y miedos. Por un momento me sentí tu profesor, tu maestro, tu guía. Nunca antes había pensado en toda la experiencia que tenía y el repasar contigo todos los avatares de mi carrera profesional, así como el interés que demostrabas ante mis explicaciones me hicieron sentir especial. También cambió mi primera impresión sobre ti, te veías humilde, sencilla y muy agradable. Debimos estar hablando por horas que casi no me di cuenta de que se hizo tarde. Te dije que podríamos seguir hablando y te di mi dirección de correo electrónico para que me escribieras cuando quisieras. Nos despedimos, esta vez con dos besos en las mejillas.
Días más tarde, llegó un mensaje a mi bandeja de entrada. Eras tú, pidiéndome consejo sobre tu CV porque ibas a aplicar a un puesto. Lo revisé y me di cuenta de que era un desastre. Te respondí que si querías lo podíamos ver juntos y hacer una versión mejor. No tardaste ni cinco minutos en llamarme al celular para confirmar la cita y el lugar. Misma cafetería y misma hora, aquella misma tarde. De nuevo tampoco me preocupé por mi aspecto. Llegué primero, a la hora convenida. Tú tardaste un poco más de la cuenta, pero al llegar me dejaste con la boca abierta. Estabas bellísima con tus shorts, las botas y esa blusa ajustada que dejaba ver lo justo. Nos pusimos manos a la obra, encendí mi laptop y comenzamos a revisar tu CV. Estabas sentada a mi lado y te apoyaste sobre mí para ver mejor la pantalla. El contacto de tus pechos sobre mi espalda hizo que se me erizara la piel. Mientras te explicaba como mejorar el documento, una de tus manos se posó en mi pierna, seguías apoyada sobre mí y sentía tu respiración en mi cara. Yo estaba poniéndome nervioso por momentos, comencé a balbucear, mi verga ya daba señales de vida bajo el pantalón. Pasé mi brazo por tu espalda y coloqué mi mano en tu cadera mientras con la otra iba explicándote las modificaciones en la pantalla. Me sonreías. Eres muy bonita y empezaba a sentir la urgencia del sexo. Te dije que tenías los ojos muy bonitos y te ruborizaste. Algo debí hacer mal, porque dejaste de apoyarte en mí y soltaste tu mano de mi pierna. No quise empeorar las cosas y continué con lo que estábamos haciendo. Finalmente terminamos y metí tu nuevo CV en el pendrive que llevabas.
Pagué tu café y mi te y nos fuimos de allí. Ya en la calle, te dije que seguía estando a tu disposición cuando quisieras y que me iba a mi casa. Cuando fui a darte dos besos para despedirme, me dijiste que esperara, que te gustaría que te acompañara hasta tu casa. Al principio dudé, lo que había pasado hacía minutos me decía que me podía poner en complicaciones. Mi historial reciente, nada ejemplar, indicaba que no era una buena idea. Recordaba las palabras de mi amigo, sobre que me ibas a gustar y que no tratara de seducirte. Pero tu insistencia y quizás mi caballerosidad no me dejaban otra opción que acompañarte hasta tu casa. Por suerte el lugar no estaba muy lejos, quizás a unos veinte minutos caminando. Mientras paseábamos te preguntaba por la carrera, por los profesores, si seguía fulanito dando la misma materia, que si menganito era ya catedrático, que qué aburrido era zutano. Me di cuenta que eres muy divertida y que tienes un encanto especial. Congeniamos muy bien y hasta te permitiste el hacerme preguntas personales. Te conté de mi divorcio, del despido de la empresa, mi búsqueda de trabajo... Poco a poco nos íbamos acercando a la puerta de tu casa. Esa situación ya la conocía, la del portal, tantas veces ensayada, tantas veces materializada con resultados dispares. Me encontraba ante ti, unos 10 años menor que yo, con un cuerpo apetitoso que haría las delicias de todo hombre. Todos mis esquemas se desmoronaban frente a ti, me sentía frágil, pero a la vez sorprendido de la situación. En otras circunstancias, mi modo de operación hubiera sido distinto, quizás hubiera utilizado el truco de los dos besos, uno en la mejilla y el otro en los labios, o tal vez, hubiera sido más directo y te hubiera estado haciendo insinuaciones desde mucho antes, para culminar con un beso robado. Pero esta vez era distinto. Sentía como una sensación de protección hacia ti que me impedía actuar como lo hubiera hecho con otra mujer. Me recordaba a mi mismo, cuando tenía tu edad, la sensación del primerizo. Si algo iba a pasar, ibas a tener que ser tú quien llevara la iniciativa.
Llegamos al portal y balbuceaba como un quinceañero. Te reías, te sabías ganadora de antemano y no dudaste en dejarme con la miel en los labios besándome en la comisura de los mismos. Me quedé paralizado, mientras abrías la puerta y te despedías de mí. Cuando cerraste la puerta, permanecí por varios segundos como obnubilado, luego reaccioné e inicié mi marcha hacia la casa. Preferí ir andando, aunque fuera un largo camino, pero necesitaba ordenar mis pensamientos y en casa no iba a ser posible. Seguía Lucía y con ella, ya habíamos iniciado una especie de relación. Quizás coger con ella me hiciera olvidar lo que había pasado y todas estas sensaciones raras que sentía. No había caminado ni diez minutos cuando suena mi celular y veo tu nombre en la pantalla. Me decías que estabas sola y que se no tenías luz en la casa, que no sabías cómo arreglarlo y que necesitabas ayuda. Dudé por unos momentos, pero al final accedí. Te imaginé en problemas y salió mi instinto paternal. De forma irracional comencé una carrera y en menos de 5 minutos estaba bajo tu portal. Te llamé al celular y bajaste a abrirme la puerta. Me abrazaste y me diste las gracias. Subimos hasta tu departamento, que era donde vivías con tus padres y me puse a revisar los fusibles, tras varios intentos y teniendo en cuenta que no soy un experto, conseguí devolver la luz a la casa. Me fijé que te habías cambiado la ropa y que ahora llevabas una especie de pyjama con unos minúsculos shorts y una camisola bien abierta. No llevabas brassiere y se notaban tus pezones bajo la tela. Me tomaste de la mano y acercaste tu delicioso cuerpo hacia el mío, dándome de nuevo las gracias. Te abrazaste a mi y me diste un pico, me miraste y continuaste con un beso húmedo, profundo y sensual. Me despojé de la bolsa de la laptop y comencé a acariciarte allí, en el recibidor de tu casa. Agarraba tus nalgas mientras tú sujeta de mi cuello seguías regalándome tu lengua. Apoyabas tu cuerpo contra el mío y fácilmente podías sentir la dureza de mi polla bajo el pantalón. Bajaste tu mano acariciándome el pecho, jugando con mi vientre y metiéndola por debajo de mis jeans buscando contacto con mi verga palpitante. Desabrochaste el cinturón, el zipper y me bajaste los pantalones y te agachaste para devorar mi pinga. Estaba como en la nube, disfrutando del placer máximo que me ofrecían tu lengua y tus labios carnosos. Te dije que si continuabas así, me vendría rápido. No me hiciste caso y seguiste con tu frenético ritmo, tus lamidas, tus chupadas, metiendo y sacando de tu boca mi sexo enhiesto. Te avisé de lo inevitable como queriéndote proteger de mi semen. Tú, ni caso, continuaste hasta que empecé a eyacular, como nunca antes lo había hecho, dentro de tu boca. Pude ver en tus ojos toda la lujuria del momento y como rebosaba en tu boca mi leche caliente. Me mostraste tu lengua, cubierta por el espeso fruto de mi corrida y te lo tragaste. Limpiaste todos los restos con tu mano y te lo llevaste también a la boca, saboreándolo, sintiéndote victoriosa. Me quedé mudo y agitado. Rápidamente subiste mis boxers, me abrochaste los pantalones y me diste un beso en la boca. Me dijiste que llegarían tus padres en un momento y que debía salir de allí rápidamente. Obedecí todavía asombrado por lo que acababas de hacerme y salí de tu casa, casi sin despedirme.
Ya en la calle, decidí volver a caminar hasta mi casa. El paseo duraría como dos horas, tiempo suficiente como para llegar a casa y encontrarme a Lucía dormida. Eso es lo que yo esperaba, que estuviera dormida, pues no sabía si podía ser capaz de hacer doblete con ella, ya que desde que lo hicimos, todas las noches teníamos nuestra ración de sexo. De nuevo los pensamientos culpables, otra infidelidad más, una nueva complicación. No era capaz de asimilar lo que había pasado contigo...
Pagué tu café y mi te y nos fuimos de allí. Ya en la calle, te dije que seguía estando a tu disposición cuando quisieras y que me iba a mi casa. Cuando fui a darte dos besos para despedirme, me dijiste que esperara, que te gustaría que te acompañara hasta tu casa. Al principio dudé, lo que había pasado hacía minutos me decía que me podía poner en complicaciones. Mi historial reciente, nada ejemplar, indicaba que no era una buena idea. Recordaba las palabras de mi amigo, sobre que me ibas a gustar y que no tratara de seducirte. Pero tu insistencia y quizás mi caballerosidad no me dejaban otra opción que acompañarte hasta tu casa. Por suerte el lugar no estaba muy lejos, quizás a unos veinte minutos caminando. Mientras paseábamos te preguntaba por la carrera, por los profesores, si seguía fulanito dando la misma materia, que si menganito era ya catedrático, que qué aburrido era zutano. Me di cuenta que eres muy divertida y que tienes un encanto especial. Congeniamos muy bien y hasta te permitiste el hacerme preguntas personales. Te conté de mi divorcio, del despido de la empresa, mi búsqueda de trabajo... Poco a poco nos íbamos acercando a la puerta de tu casa. Esa situación ya la conocía, la del portal, tantas veces ensayada, tantas veces materializada con resultados dispares. Me encontraba ante ti, unos 10 años menor que yo, con un cuerpo apetitoso que haría las delicias de todo hombre. Todos mis esquemas se desmoronaban frente a ti, me sentía frágil, pero a la vez sorprendido de la situación. En otras circunstancias, mi modo de operación hubiera sido distinto, quizás hubiera utilizado el truco de los dos besos, uno en la mejilla y el otro en los labios, o tal vez, hubiera sido más directo y te hubiera estado haciendo insinuaciones desde mucho antes, para culminar con un beso robado. Pero esta vez era distinto. Sentía como una sensación de protección hacia ti que me impedía actuar como lo hubiera hecho con otra mujer. Me recordaba a mi mismo, cuando tenía tu edad, la sensación del primerizo. Si algo iba a pasar, ibas a tener que ser tú quien llevara la iniciativa.
Llegamos al portal y balbuceaba como un quinceañero. Te reías, te sabías ganadora de antemano y no dudaste en dejarme con la miel en los labios besándome en la comisura de los mismos. Me quedé paralizado, mientras abrías la puerta y te despedías de mí. Cuando cerraste la puerta, permanecí por varios segundos como obnubilado, luego reaccioné e inicié mi marcha hacia la casa. Preferí ir andando, aunque fuera un largo camino, pero necesitaba ordenar mis pensamientos y en casa no iba a ser posible. Seguía Lucía y con ella, ya habíamos iniciado una especie de relación. Quizás coger con ella me hiciera olvidar lo que había pasado y todas estas sensaciones raras que sentía. No había caminado ni diez minutos cuando suena mi celular y veo tu nombre en la pantalla. Me decías que estabas sola y que se no tenías luz en la casa, que no sabías cómo arreglarlo y que necesitabas ayuda. Dudé por unos momentos, pero al final accedí. Te imaginé en problemas y salió mi instinto paternal. De forma irracional comencé una carrera y en menos de 5 minutos estaba bajo tu portal. Te llamé al celular y bajaste a abrirme la puerta. Me abrazaste y me diste las gracias. Subimos hasta tu departamento, que era donde vivías con tus padres y me puse a revisar los fusibles, tras varios intentos y teniendo en cuenta que no soy un experto, conseguí devolver la luz a la casa. Me fijé que te habías cambiado la ropa y que ahora llevabas una especie de pyjama con unos minúsculos shorts y una camisola bien abierta. No llevabas brassiere y se notaban tus pezones bajo la tela. Me tomaste de la mano y acercaste tu delicioso cuerpo hacia el mío, dándome de nuevo las gracias. Te abrazaste a mi y me diste un pico, me miraste y continuaste con un beso húmedo, profundo y sensual. Me despojé de la bolsa de la laptop y comencé a acariciarte allí, en el recibidor de tu casa. Agarraba tus nalgas mientras tú sujeta de mi cuello seguías regalándome tu lengua. Apoyabas tu cuerpo contra el mío y fácilmente podías sentir la dureza de mi polla bajo el pantalón. Bajaste tu mano acariciándome el pecho, jugando con mi vientre y metiéndola por debajo de mis jeans buscando contacto con mi verga palpitante. Desabrochaste el cinturón, el zipper y me bajaste los pantalones y te agachaste para devorar mi pinga. Estaba como en la nube, disfrutando del placer máximo que me ofrecían tu lengua y tus labios carnosos. Te dije que si continuabas así, me vendría rápido. No me hiciste caso y seguiste con tu frenético ritmo, tus lamidas, tus chupadas, metiendo y sacando de tu boca mi sexo enhiesto. Te avisé de lo inevitable como queriéndote proteger de mi semen. Tú, ni caso, continuaste hasta que empecé a eyacular, como nunca antes lo había hecho, dentro de tu boca. Pude ver en tus ojos toda la lujuria del momento y como rebosaba en tu boca mi leche caliente. Me mostraste tu lengua, cubierta por el espeso fruto de mi corrida y te lo tragaste. Limpiaste todos los restos con tu mano y te lo llevaste también a la boca, saboreándolo, sintiéndote victoriosa. Me quedé mudo y agitado. Rápidamente subiste mis boxers, me abrochaste los pantalones y me diste un beso en la boca. Me dijiste que llegarían tus padres en un momento y que debía salir de allí rápidamente. Obedecí todavía asombrado por lo que acababas de hacerme y salí de tu casa, casi sin despedirme.
Ya en la calle, decidí volver a caminar hasta mi casa. El paseo duraría como dos horas, tiempo suficiente como para llegar a casa y encontrarme a Lucía dormida. Eso es lo que yo esperaba, que estuviera dormida, pues no sabía si podía ser capaz de hacer doblete con ella, ya que desde que lo hicimos, todas las noches teníamos nuestra ración de sexo. De nuevo los pensamientos culpables, otra infidelidad más, una nueva complicación. No era capaz de asimilar lo que había pasado contigo...
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