domingo, 24 de noviembre de 2013

Ésta te la debía

Ni idea de cómo llegaste hasta mi blog. Rastrearlo era difícil porque hasta hace poco, mi perfil no indicaba la dirección de aquél. Probablemente fue casualidad. Tampoco sé cómo te animaste a escribirme directamente a mi correo sin antes dejar un comentario. Recuerdo que hasta tres días antes de recibir tu correo no había puesto la dirección en la columna lateral. También fue casualidad, si tu intención era la de escribirme. El caso es que recibí tu correo y me hizo mucha ilusión. A veces pienso que escribo para mí solo. El contador de visitas no ha avanzado mucho desde que comencé esta aventura y aunque tengo mis comentaristas habituales (mi agradecimiento a todxs vosotrxs!!), tengo la sensación de que lo que escribo es más para autoconsumo que para una supuesta legión de seguidores que jamás tendré. Si bien esto último no me preocupa, estoy satisfecho con lo que hay, y, evidentemente, recibir tu correo me dio mucho ánimo para continuar.

Como bien sabes, estaba fuera del país haciendo mi trabajo. En tu correo me decías que te gustaban mis historias, que te gustaba como escribía y toda una colección de halagos que no sé si merezco realmente. Fue como un chute para mi autoestima. Contesté inmediatamente e iniciamos una relación, digamos, epistolar. No recuerdo si fue al segundo email cuando me hablaste de lo que buscabas y de todos los condicionantes que había en tu vida y que no te dejaban disfrutar plenamente. Fue un correo largo, a veces turbador, de una confianza inusual en este medio y que me acercaba, de forma intrépida, valiente o inconsciente, hacia ti. Toda esa confianza me dio alas para confesarme, para desnudarme metafóricamente ante ti, para contarte cosas que muy pocas personas conocen y que aún siguen siendo para mí motivo de turbación y desasosiego. Poco a poco, a través de los correos, fuimos abriéndonos más y más, compartiendo confidencias, destapando curiosidades, compartiendo canciones y gustos literarios. Cada día volvía del trabajo buscando un nuevo correo tuyo, y cuando lo encontraba, me sentía dichoso.

Antes de regresar, recibí un último correo. Me decías que por tus circunstancias, desaparecerías un tiempo para atender a tus nuevas obligaciones. Entendí y dejé pasar el tiempo, respeté tu espacio y seguí con mi vida. En este tiempo, apenas he podido escribir y cuando lo he hecho ha sido, o bien para lamentarme o bien para no perder la soltura al escribir. Regresé a mi ciudad y me encontré con las mismas dificultades que dejé al partir, la misma propensión a meterme en líos y todo lo que ello conlleva. Pasaron más de tres meses y un día, revisando el correo, me topé con toda la correspondencia que habíamos entablado. Recordé cuál era tu propuesta, así como cuál fue la mía ante tu ofrecimiento. Te dije que nos fuéramos conociendo y que con el tiempo veríamos cuál sería el desenlace. Aceptaste y ese fue nuestro pacto, conocernos y que el tiempo nos sorprendiera, que si teníamos que ser amigos, que lo fuéramos y si tenía que pasar lo otro, nos dejaríamos fluir aceptando los condicionantes y sin ningún tipo de exigencias. Supongo que el hecho de haber dejado la historia inconclusa, me animó a escribirte.

No tardaste en responder, quizás, sorprendida. Creo que habías comenzado a pensar, como yo, que esta historia se había terminado. Desde luego, tu vida había cambiado, pero no el entusiasmo con el que de nuevo me escribías. Tras las sucesivas actualizaciones de nuestros estados y recuperada la ilusión de meses atrás hicimos por conocernos en persona. Fue difícil encontrar el momento y el lugar. Tu nueva vida, y quizás, la vida que yo me encontré al volver a casa, hicieron imposible los varios intentos. Aún así, no quisimos perder la ocasión de poder conocernos más allá de las letras. Fue un lunes, por la mañana, en sitio neutral. Quedamos para desayunar en una cafetería cualquiera. Te las arreglaste para dejar tus ocupaciones y yo busqué alguna excusa para posponer por unas horas las mías. A la hora acordada te esperaba en la puerta de la cafetería fumando un cigarrillo y con el libro de Stanislav Lem que te iba a prestar bajo el brazo. Así podrías reconocerme. Tú vendrías al lugar con el libro de Lois McMaster Bujold del que me hablaste.

Cuando apareciste te sorprendiste de lo alto que soy. Al menos eso me dijiste, a pesar de que te lo había advertido previamente. De ti, me sorprendió tu preciosa carita. Debo reconocer que no me la imaginaba por mucho que me la describieras. Tu cuerpo, ya lo conocía por las fotos que me enviaste. Lo que tenía delante no tenía nada que ver con lo que conocía. Adoro las tres dimensiones, los volúmenes y dimensiones que te adornan. Tras los dos besos de rigor, saludos y mutuos exámenes visuales pasamos a la cafetería, aún repleta pues era la hora del desayuno. Tuvimos suerte de encontrar una mesa vacía y aunque yo soy más de desayunar de pie, nuestro encuentro se merecía el estar sentados. Café solo, con hielos, y una porra para mí y un capuccino con barra de pan y tomate para tí. Comenzamos a hablar. Del tiempo, del blog, de tu nueva condición, de libros... Aunque suene a tópico, parecía que nos conocíamos de mucho tiempo, aunque la realidad es que comenzamos a escribirnos en julio. Ambos nos mostrábamos receptivos y se notaba en el hecho, tan íntimo, de tocarnos las manos. Una de las primeras cosas en las que me fijo de una mujer, quizás sean las manos. De las manos se puede obtener mucha información. Y no, no es que me pusiera a analizar tus manos, es que realmente me encantaba sentir el contacto de tu piel con la mía. Esos dedos largos y finos... me imaginaba como sería recibir tus caricias en la cama. En esos momentos ya estaba muy excitado. No podía dejar de mirarte a los ojos y a los labios. Quería comérmelos en ese instante pero no me atrevía aún, no fuera que mi osadía acabara con tan ese clima de confianza. Mi polla hacía bastante rato que pedía guerra bajo la ropa. Hay que ver qué efecto tienen hasta las más inocentes caricias. O a lo mejor soy yo, que soy muy sensible o impresionable...

Dos horas más tarde y con la cafetería ya casi vacía, seguíamos hablando. Naturalmente, hablamos de sexo. No sé cómo llegamos al tema, pero de alguna manera era algo que nos unía y que nos motivaba. También le debía motivar al camarero, que no paraba de acercarse para plantar la oreja y escucharnos. O quizás fuera por tu escote. Sí, probablemente fuera eso. Confieso que yo tampoco dejé de mirártelo aunque de manera más discreta. Supongo que te darías cuenta. Las mujeres siempre os dais cuenta de esas cosas, ¿verdad?. Creo que la presencia del camarero moscardón nos incomodó a ambos y decidimos marcharnos del lugar. Pagué la cuenta y salimos a la calle.

Aún faltaban horas para volver a nuestros compromisos y obligaciones. Buscar otra cafetería no tenía sentido, pues probablemente encontraríamos lo mismo que en la otra. Ir a nuestras respectivas casas era imposible. Y quedarnos en la calle, con ese frío, no era plan. En momentos así, hay que decidir rápido. La emoción del momento, quizás la excitación, me hizo proponerte irnos a uno de esos apartamentos por horas donde van las parejas a hacer sus cosas. Que si estoy loco, sabes de sobra que sí. Como siempre dijimos en nuestros emails, no habría obligación de nada. Tan sólo haríamos por conocernos. Lo demás, lo iríamos viendo sobre la marcha y si surgía algo, sería de forma natural. Pareciera que la propuesta iba con segundas intenciones, y desde luego, las había. Me dejaste embobado desde el primer momento en que te vi, sentí una especie de atracción no ya por lo evidente (estás buenísima, cariño), sino por todo lo demás (tu personalidad, tu forma de ser, lo que me hacías sentir con cada uno de tus emails). En ese momento sólo hacía falta saber qué opinabas tú. Temí haberme precipitado, haberla cagado con todo el equipo por mi osadía, pero prefiero decir las cosas que quedarme callado. El que te lo pensaras me hizo pensar lo peor, pero cuando me dijiste que sí, me tranquilicé de alguna manera.

El lugar estaba cerca de donde nos encontrábamos. Un lugar discreto donde llegas, pagas por el tiempo que vas a estar y no tienes que dar más explicaciones. Lo que más me gustó fue la decoración, bastante moderna y sugerente, con todo tipo de comodidades. Quizás fuera un poco pronto para el vino, pero no dudamos en servirnos un par de copas tras supervisar la pequeña nevera bien surtida que había en el apartamento.Tomamos posesión del sofá, brindamos y continuamos con la animada charla sobre sexo que manteníamos en la cafetería. Las copas iban y venían mientras seguíamos hablando. Tu mano acariciaba mi brazo que estaba apoyado en el respaldo del sofá mientras me contabas tus fantasías. De nuevo volví a sentir una fuerte erección que se hacía evidente bajo el pantalón vaquero. Lo viste, sonreíste y me preguntaste si todo ello lo provocabas tú. Evidentemente, sí. Hubiera sido el momento de besarte, pero antes de que lo intentara, te levantaste del sillón para recoger el mando a distancia de la gran pantalla de plasma con que contábamos. "Veamos una peli" - me dijiste. Mientras elegías la película me dispuse a sacar otra botella de vino blanco de la nevera y rellenar las copas. Me senté en el sofá y te recostaste sobre mí desplegando tus piernas por el sofá. Agarraste una manta (los del apartamento piensan en todo!!) y nos cubriste. No sé qué película habías elegido, pero al ver la avioneta sobre el paisaje nevado del principio me dí cuenta de que era "9 songs". Ya la había visto, lo confieso, pero no dije nada porque quería saber hasta dónde nos llevaba tu elección, en mi opinión, nada inocente. Mi mano yacía sobre tu cadera bajo la manta. Conforme iba pasando la película, seguíamos bebiendo e íbamos cogiendo más confianza. Acariciaba tu cintura y tu cadera, mientras tú hacías lo mismo con mi brazo que ibas guiando suavemente.  No recuerdo qué canción sonaba cuando decidí ser un poco más osado y meter mi mano por debajo de tus leggings. Mis dedos se toparon con la cinta de tu tanga y comencé a jugar con ella. Al no haber oposición por tu parte, me adentré un poco más y empecé a masajear tus piernas. Tal vez mi atrevimiento te animó a ti a tomarte la justicia por tu mano devolviéndome las caricias. Al siguiente cruce de miradas no pudimos resistirnos y nos fundimos en un cálido y húmedo beso.

Quizás no era tan difícil pensar que esto podría pasar. Sabíamos que podría pasar. Deseábamos que ocurriera. Si no, ¿por qué después de tantos meses te busqué? ¿por qué después de tanto tiempo contestaste a mi email? ¿Por qué razón quedamos en vernos en aquella cafetería? ¿por qué se me ocurrió que fuéramos a los apartamentos por horas? ¿por qué accediste a mi evidente provocación? ¿por qué narices pusiste esa película tan mala a la que no hacíamos ni puto caso? Y la verdad es que hacía un rato que no le hacíamos caso a la película. Habíamos cambiado de escenario y la cama era el lugar donde, ya desnudos, explorábamos nuestros cuerpos. Al final pude comprobar a qué sabe tu sexo, inquietud y curiosidad que alguna vez te escribí en uno de mis correos buscando provocarte. Y no me quedé en ello, también me deleité con el resto de tu cuerpo de diosa. Besé y lamí cada centímetro de tu anatomía. Tú tampoco te quedaste atrás. Hiciste que me derritiera con tus caricias. Tu boca me condujo al borde del éxtasis en más de una ocasión. Sabías perfectamente cuando detenerte para prolongar mi placer. Y así, revueltos entre las sábanas de aquella cama, estuvimos follando hasta que llegó la hora de abandonar el apartamento.

¿Qué más puedo decir? Fue un sueño el encontrarte, el conocerte. Compartir contigo esa complicidad, esa curiosidad y ese sentimiento. No sé si volveremos a vernos de nuevo. La vida es lo que tiene. Muchas veces nos debemos tanto a la vida que tenemos, que es complicado apartar unos instantes para satisfacer las propias fantasías. Otras veces, la vida te va llevando hacia lugares y situaciones que dificultan el  materializar los deseos. Confío en que a nosotros no nos pase eso. Insisto, no sé si volveremos a vernos, ni si tendremos un delicioso momento como el que compartimos en aquel lugar. Sea como fuere, agradezco a la vida el haberlo propiciado, y así como la vida nos va llevando de un sitio a otro, quién sabe si no lo volverá a hacer...

domingo, 3 de noviembre de 2013

Lo que me pasó

Creo que ya pasó suficiente tiempo como para contarlo sin que me salten las lágrimas. He sufrido mucho. Bastante, diría yo. Dicen que con el tiempo las heridas tienden a cicatrizar, aunque algunas tardan mucho, mucho tiempo. Quizás aún siga rondándome la cabeza el por qué de las cosas y en cierta medida, lo que aconteció ha determinado mi comportamiento posterior.  Tal vez todas esas idas y venidas por las más diversas camas que aquí he relatado no sean más que una forma de tratar de borrar ciertas huellas, pero hay manchas que no se pueden borrar ni con el disolvente más potente. Y créanme, he probado de todo. Ésa ha sido mi cruz y mi tormento desde hace 3 años, aunque como dije antes, ya no me afecta tanto el recordarlo. El tiempo tiende a recomponer las cosas. El tiempo, las sentencias judiciales, los abogados y los especialistas de la salud mental. Hoy escribo desde la necesidad de analizar qué es lo que me pasó.

Para ponerles en antecedentes, estaba trabajando en otro país para un organismo internacional. La vida me iba genial, ganaba bastante dinero y unas buenas perspectivas de futuro. El trabajo me gustaba y también el país donde trabajaba. Era feliz. Sucedió que en una de esas fiestas de expatriados conocí a la que luego se convertiría en mi esposa. Fue un flechazo inmediato. Tres copas y varios bailes después estábamos en mi casa follando como fieras. Había química entre nosotros desde el primer momento. A partir de ahí comenzó una relación que con el paso de los meses se fue afianzando y terminamos por casarnos.

La vida de casados no cambió ni un ápice todo lo que habíamos vivido de novios. Raro era el día que no hacíamos el amor. Cualquier excusa era buena para meternos en la cama o hacer nuestras cosas en cualquier parte de la casa, en la playa, en el cine o en todo lugar que nos diera morbo. Si en el terreno sexual había mucha afinidad, en lo demás también lo había. Podía decir que era muy feliz y que había encontrado a la compañera que me acompañaría por el resto de mi vida.

Un día, en el trabajo, tuve una reunión con mi jefe. Quería proponerme una cosa. Los proyectos que estaba llevando habían tenido excelentes resultados y me habían propuesto como nuevo coordinador de la región, lo cual implicaba un aumento considerable de mi salario, un coche de la organización a mi disposición y algunos beneficios más. Lo mejor de todo es que no tendría que moverme del país ya que el lugar donde trabajaba se convertía en la oficina referente para toda la región. Sólo tenía que aceptar para que el nombramiento se materializara. No había mucho que pensar. Obviamente acepté la oferta e inmediatamente me convertí en el nuevo coordinador regional de los proyectos de aquella organización. Mi jefe me dio la enhorabuena y me dijo que me fuera a casa para celebrarlo con mi esposa. Obviamente tendría que ser por la tarde, cuando ella saliera de su trabajo, también en un organismo internacional.

Salí de la oficina realmente feliz y satisfecho. Decidí no llamar a mi mujer para darle la sorpresa en la cena especial que pensaba prepararle. Me fui al mall a comprar la comida y la bebida para tan especial momento. También me pasé por la tienda de lencería para comprarle un baby-doll sexy con el que aderezar la noche. De camino al carro, pasé frente a una joyería y vi un precioso collar de perlas. Era muy caro, pero en aquel momento, consciente de todo lo que iba a ganar, decidí que a partir de ese instante, le haría regalos de ese tipo. Dejé la cuenta del banco a cero, pero no me importaba. Ella lo merecía...

De camino a casa, iba pensando en lo que ocurriría en la noche. En cómo iba a disfrutar de ese cuerpo de diosa que tenía mi mujer, en cómo me comería esos pechos deliciosos y en las miles de posiciones en que me la follaría. Al doblar la esquina de mi calle observo el carro de ella aparcado en la puerta de mi casa. Era extraño, pues ella no salía de trabajar hasta las cinco, y como era viernes, a veces se quedaba a tomar un café con las compañeras del trabajo con lo que no se la esperaba hasta las siete. Vaya, pensé, la sorpresa se adelantaría. No me importaba, estaba bien caliente y quería celebrarlo por todo lo alto, y cuánto antes, mejor. Parqueé detrás de su carro y entré por la puerta trasera con sigilo. Quería sorprenderla.

Entrando de esa manera, recordaba como en una ocasión, para cumplir una de sus fantasías, planeé un secuestro ficticio. Me puse una máscara y entré en la casa y la agarré por detrás. La até de manos y le puse un antifaz en la cara para que no viera. La metí en una furgoneta que alquilé para la ocasión y me la llevé a un motel donde la obligué a follar con su secuestrador, que era yo. Ella se dio cuenta desde el primer momento de quien estaba detrás de todo eso era yo, pero me siguió el juego y pasamos uno de los fines de semana más deliciosos que recuerdo.

Entré al salón y descubrí que se había despojado de la blusa y también del brassier. La falda y el tanga habían corrido la misma suerte y yacían en el suelo. Era normal, con ese maldito calor húmedo que hacía en ese país, nos pasábamos el día desnudos o con poca ropa en la casa. También escuchaba el zumbido característico del dildo que le regalé por su anterior cumpleaños.  Era evidente que se estaba masturbando, incluso la oía gemir. Todo ello era perfecto, porque al igual que yo, también ella estaba caliente y la tarde prometía muchas cosas buenas.

El mundo se me cayó a los pies cuando comencé a escuchar la voz de un hombre en nuestra habitación.

- Ah, sí mami, qué rico me la chupás...
- ¿Te gusta?
- Me encanta como me comés la verga, seguí así, no parés...

No podía dar crédito a lo que escuchaban mis oídos. Mi propia esposa le estaba comiendo la polla a un tipo en nuestra casa... en nuestra cama!!! Por un momento pensé que mis sentidos me estaban traicionando, y me acerqué al quicio de la puerta para comprobar que la que me estaba traicionando era mi mujer. La hija de puta de mi mujer le estaba haciendo una señora mamada a un tipo mientras se introducía el dildo por el coño. Veía la cara de placer del individuo mientras la zorra de mi esposa le succionaba los huevos. Me quedé de piedra al mismo tiempo que el tipo la levantaba y la ponía a cuatro patas insertándole la polla por el coño provocándole un intenso gemido que me destrozó el alma.

- ¿Te gusta, zorra?
- Me encanta... ah!
- ¿Te gusta la verga, zorra?
- Me encanta la verga... síiiii!!
- ¿Sós una puta?
- Síiiiiiiii, soy una puuuuta!!!
- (El tipo le propinó un azote fuerte en la nalga) No te oí, repetí!!!
- Soy una puuuuta!!!
- (El tipo repitió la operación) Decíme, ¿qué eres?
- Soy una puuuta, soy una puuuta, soy tu puuuuta!!
- ¿El cabrón de tu marido te coge como yo?
- No, no sabe coger...

Me hacen gracia todos esos relatos de gente cuckold que se excitan cuando se están follando a sus parejas e incluso participan de los juegos. Vaya por delante que respeto todo tipo de acuerdos entre adultos y que no entro a juzgar ninguna práctica. Lo que yo sentí en ese momento no sé cómo explicarlo. Sentía rabia, furia, celos y si hubiera tenido a mano el machete me los hubiera cargado en ese momento. Sin embargo me quedé petrificado. No fui capaz de asimilar lo que estaba ocurriendo frente a mis ojos. Veía como mi mujer ahora cabalgaba sobre el individuo en cuclillas jadeando como una perra en celo.

Lo normal hubiera sido dar un portazo o pegar un grito, pero me quedé allí, parado, seco. Tenía ganas de gritar, de liarme a hostias, de llorar al mismo tiempo. Pero no, me quedé allí de pié contemplando como estaban follando los dos. Por mi cabeza pasaban miles de ideas, de recuerdos, de pensamientos. Intentaba buscar la razón para aquello, pero nada tenía sentido. Inexplicablemente mis pies tomaron la dirección del salón mientras de fondo se oían los gritos desenfrenados de ambos.

Me senté en el sofá a esperar después de prepararme un vaso de ron. Sería el último que tomara en mi vida. ¿Qué podía hacer? Quizás muchas cosas, pero juro que no fui capaz. Me quería morir cuando escuchaba a mi mujer correrse. Ese "me vengo, me vengo, me vengo" quedó grabado a fuego en mi mente y ha sido una pesadilla recurrente durante todo este tiempo. En el lapso que va de las 14:30 en que llegué a casa hasta las 17:30, lo escuché un total de seis veces, cada una de manera distinta pero con el mismo mensaje, muriéndome un poco más en cada ocasión.

En algún momento tendrían que parar e irremediablemente tendrían que salir al salón donde esperaba yo, inerte. El momento llegó. Oí los pasos del sujeto que avanzaba por el pasillo mientras aún seguía vistiéndose. Detrás, mi mujer, aún desnuda le seguía. "Buenas tardes" - dije de manera ridícula con una voz casi de ultratumba. Ambos quedaron de piedra. Me levanté del sofá y me dirigí a la habitación mientras escuchaba a mi esposa decir el tan manido "No es lo que parece, amor". Y a mí qué me importaba si no era lo que parecía, lo vi todo. Lo escuché todo. Llegando a la habitación abrí el armario, cogí la maleta, la abrí sobre la cama deshecha y empecé a meter mi ropa en ella. Quizás lo correcto hubiera sido meter la ropa de ella y echarla de la casa, pero no. En mi cabeza sólo estaba el largarme de allí. No quería saber nada de ella, no quería verla más. Me daba asco. Todo mi mundo de felicidad se había ido a la mierda. No quería estar más allí. La cínica de mi esposa me decía que por favor reconsiderara aquello, que me amaba y que todo aquello había sido un accidente. El individuo, que debió quedarse a cuadros observaba la escena desde el pasillo. Cuando terminé de hacer la maleta, salí de la habitación. Me crucé con el tipo que me miraba como un panoli y le metí un cabezazo contra la nariz, lo que le tumbó en el suelo sangrando. Seguí mi camino y salí por la puerta, sin atender a los ruegos de la que había sido mi compañera, mi amante, mi esposa.

Agarré el coche, no sabía dónde ir. No tenía dinero pues me lo había gastado todo en el collar de perlas y el baby-doll. Tomé camino de la oficina y me instalé en una pequeña habitación acondicionada para las visitas de los técnicos de otros países de la región. Suerte que el guarda de seguridad tenía una llave. Apagué el móvil que no paraba de sonar. Eran llamadas de mi mujer, que trataba de reparar lo que ya no tenía arreglo. No me moví en todo el fin de semana de la cama, llorando. El lunes, a la hora en que los compañeros se incorporaban al trabajo, fui a mi despacho a redactar la carta de dimisión que presenté de inmediato ante mi superior. Mi jefe no era capaz de entender por qué razón rechazaba la oportunidad de mi ascenso. Ni siquiera mi relato de lo sucedido le hizo comprender. "Olvidáte de ella y rehacé tu vida acá. Tenés un buen puesto, una carrera impresionante. Sós un buen prospecto, las mujeres se tirarán a tus piés. Reconsiderálo". La decisión estaba tomada y la dimisión era irrevocable. Al final desistió y me deseó buena suerte. Pasé por caja, recogí mi finiquito y me dirigí al aeropuerto. Regresaba a casa, volvía a mi país.

Esto es, a modo de resumen, todo lo que me pasó. Obvio, naturalmente, los detalles que considero más escabrosos del momento de mi partida, que los hubo. Como dije arriba, con el tiempo las heridas se van curando. Ya no lloro. Quizás se me secaron las lágrimas de tanto llorar o quizás con el tiempo me he ido deshaciendo de la pesada losa que llevaba a cuestas. Sirva, el textualizar como forma de conjurar los viejos fantasmas de un pasado que no quiero recordar y que no quiero repetir. Las imágenes que acompañan al relato son parte del extenso archivo fotográfico íntimo que aún poseo de aquella época. Las he modificado un poco con el objetivo de que no se reconozca a la susodicha. Tenía pensado poner otras fotos donde se la reconociera, pero para qué. Como dicen allá en su país. "Me vale verga".